Retomando la muerte en este mes, subo la película Macario de 1960 del director Roberto Gavaldón. Esta película fue escrita por B(runo) Traven y protagonizada por Ignacio López Tarzo. Macario fue nominada al Óscar como mejor película en idioma no inglés y ha sido catalogada como una de las mejores películas mexicanas de todos los tiempos. Sin lugar a dudas lo que sorprende de la película es el tiempo narrativo que se utiliza al final, sin embargo no es un recurso nuevo, sino que este mismo modelo se usó varios siglos antes en un cuento de El Conde Lucanor escrito entre 1330 y 1335 por Don Juan Manuel Infante de Castilla. Este libro medieval español maneja este mismo tiempo narrativo que el Cuento XI-Lo que sucedió a un deán en Santiago con don Illán, el mago de Toledo, utilizando incluso el mismo tipo de actante. Subo la película para descargar y la subo de youtube, también el Cuento XI de El Conde Lucanor tomado de cervantesvirtual.com; edición y versión actualizada de Juan Vicedo.
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Cuento XI
Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de
Toledo
Otro día
hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente:
-Patronio, un
hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que me necesitaba,
prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más provechoso y de mayor
honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude. Sin haber logrado aún lo que
pretendía, pero pensando él que el asunto estaba ya solucionado, le pedí que me
ayudara en una cosa que me convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle
su ayuda, y nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le
pedí. Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no le
ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia, os ruego que
me aconsejéis lo que deba hacer.
-Señor conde
-dijo Patronio-, para que en este asunto hagáis lo que se debe, mucho me
gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de Santiago con don Illán, el
mago que vivía en Toledo.
El conde le
preguntó lo que había pasado.
-Señor conde
-dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba aprender el arte de la
nigromancia y, como oyó decir que don Illán de Toledo era el que más sabía en
aquella época, se marchó a Toledo para aprender con él aquella ciencia. Cuando
llegó a Toledo, se dirigió a casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una
cámara muy apartada. Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con
mucha cortesía y le dijo que no quería que le contase los motivos de su venida
hasta que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo acomodó muy bien, le
dio todo lo necesario y le hizo saber que se alegraba mucho con su venida.
»Después de
comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón de su llegada,
rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara aquella ciencia, pues
tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le dijo que si ya era deán y
persona muy respetada, podría alcanzar más altas dignidades en
la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho, cuando consiguen todo lo que
deseaban, suelen olvidar rápidamente los favores que han recibido, por lo que
recelaba que, cuando hubiese aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer
lo que ahora le prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad
que alcanzara, no haría sino lo que él le mandase.
»Hablando de
este y otros temas estuvieron desde que acabaron de comer hasta que se hizo la
hora de la cena. Cuando ya se pusieron de acuerdo, dijo el mago al deán que
aquella ciencia sólo se podía enseñar en un lugar muy apartado y que por la
noche le mostraría dónde había de retirarse hasta que la aprendiera. Luego,
cogiéndolo de la mano, lo llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a
una criada, a la que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero
que no las asara hasta que él se lo mandase.
»Después
llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra muy bien labrada y
tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que pasar por encima de ellos.
Al final de la escalera encontraron una estancia muy amplia, así como un salón
muy adornado, donde estaban los libros y la sala de estudio en la que
permanecerían. Una vez sentados, y mientras ellos pensaban con qué libros
habrían de comenzar, entraron dos hombres por la puerta y dieron al deán una
carta de su tío el arzobispo en la que le comunicaba que estaba enfermo y que
rápidamente fuese a verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta
noticia le causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío sino
también porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios apenas iniciados.
Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta a su tío, como respuesta a
la que había recibido.
»Al cabo de
tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una carta para el deán en
la que se le comunicaba la muerte de su tío el arzobispo y la reunión que
estaban celebrando en la catedral para buscarle un sucesor, que todos creían que
sería él con la ayuda de Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues
sería mejor que lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que
no presente en la catedral.
»Y después de
siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien vestidos, con armas y
caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la mano y le enseñaron las cartas
donde le decían que había sido elegido arzobispo. Al enterarse, don Illán se
dirigió al nuevo arzobispo y le dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran
llegado estas noticias estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan
alta dignidad, le rogaba que concediese su
vacante como deán a un hijo suyo. El nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le
permitiera otorgar el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro
cargo a su hijo. Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago.
Don Illán dijo que lo haría así.
»Marcharon,
pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y solemnidad. Cuando
vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día enviados del papa con una carta
para el arzobispo en la que le concedía el obispado de Tolosa y le autorizaba,
además, a dejar su arzobispado a quien quisiera. Cuando se enteró don Illán,
echándole en cara el olvido de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo
diese a su hijo, pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un
tío suyo, hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se
sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El arzobispo
volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo lo acompañasen a
Tolosa.
»Cuando
llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y por la nobleza de
aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los cuales llegaron mensajeros
del papa con cartas en las que le nombraba cardenal y le decía que podía dejar
el obispado de Tolosa a quien quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le
dijo que, como tantas veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más
excusas para dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que
consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su madre,
fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que lo acompañara a
Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó mucho, pero accedió al
ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia la corte romana.
»Cuando allí
llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y por la ciudad entera,
donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán seguía rogando casi a diario al
cardenal para que diese algún beneficio eclesiástico a su hijo, cosa que el
cardenal excusaba.
»Murió el
papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este cardenal del que os
hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le dijo que ya no podía poner
más excusas para cumplir lo que le había prometido tanto tiempo atrás,
contestándole el papa que no le apremiara tanto pues siempre habría tiempo y
forma de favorecerle. Don Illán empezó a quejarse con amargura, recordándole
también las promesas que le había hecho y que nunca había cumplido, y también le
dijo que ya se lo esperaba desde la primera vez
que hablaron; y que, pues había alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar
ningún privilegio, ya no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó
hablar así a don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía
insistiendo, le haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que
era el papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había
practicado la magia durante toda su vida.
»Al ver don
Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de cuanto había hecho, se
despidió de él, que ni siquiera le quiso dar comida para el camino. Don Illán,
entonces, le dijo al papa que, como no tenía nada para comer, habría de echar
mano a las perdices que había mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a
su criada y le mandó que asase las perdices.
»Cuando don
Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán de Santiago, tal y
como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su vergüenza que no supo qué
decir para disculparse. Don Illán lo miró y le dijo que bien podía marcharse,
pues ya había comprobado lo que podía esperar de él, y que daría por mal
empleadas las perdices si lo invitase a comer.
»Y vos, señor
Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto habéis ayudado no os lo
agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir ayudándole, pues podéis esperar
el mismo trato que recibió don Illán de aquel deán de Santiago.
El conde
pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Y como
comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo
los versos, que dicen así:
Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis,
menos apoyo os dará cuando lo necesitéis.
Cuento XI de El Conde Lucanor tomado de cervantesvirtual.com; edición y versión actualizada de Juan Vicedo.
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