martes, 4 de octubre de 2011

Vendas estériles

Juan José Millás

En todas las casas había un botiquín. Ahora también, pero la diferencia entre uno y otro es que el de la infancia permanece aureolado por el recuerdo, que contamina de nostalgia todo lo que toca. Aunque solía estar fuera del alcance de los niños, yo me las arreglaba para llegar a él y abrirlo. Me gustaba el conjunto formado por el agua oxigenada, el alcohol, la mercromina... En el de mi casa se guardaba asimismo el bicarbonato, que mucha gente prefiere tener más a mano, en la cocina. Cuando se popularizó la sal de frutas, también encontró su lugar en aquel armarito que llevaba una alarmante cruz roja pintada en su portezuela.
   Lo que a mí me imporesionaba más eran las vendas, por el adjetivo al que solían ir adheridas: estériles. Vendas estériles, así las llamaba mi madre, como para diferenciarlas, pensaba yo, de otras que quizá podían tener hijos. A veces, imaginaba la posibilidad de sorprender a una venda en pleno proceso de reproducción y sentía un asco sin límites. Nunca me gustaron, debido a esa connotación fertilizante tan difícil de asociar a un tejido. Mi miedo a las momias no provenía tanto del cadáver que guardaban en su interior como de los vendajes en que permanecían envueltas. ¿Habrían sido capaces -me preguntaba con angustia- de inventar los egipcios un tipo de envoltura estéril? Hace poco me disloqué un tobillo y tuvieron que vendármelo. No pude evitar la pregunta de si la venda estaba esterilizada, a lo que el traumatólogo respondió con una mirada de perplejidad.
   Las palabras de la primera época de nuestra vida poseen una capacidad de impregnación sorprendente. Cuando pronuncio el término venda noto en la lengua el mismo sabor de entonces. Y no me gusta: sabe a cosa rancia, caducada. En relación a los procesos reproductivos, conservo otra fobia: la de las galletas. Mi madre las compraba hojaldradas, de Cuétara, pero yo entendía engendradas, quizá porque el témino correcto carecía de significado para mí. La idea de unas galletas que hubieran tenido la necesidad de ser engendradas me daba asco también, así que no las comía. Continúan sin gustarme. Sí alguien me pregunta por qué, respondo que porque son mamíferas. No lo entienden, así que se quedan perplejos, igual que el traumatólogo, y por lo general no insisten.
   Cuando murió mi madre y tuve que hacerme cargo de sus cosas, uno de los primeros armarios que abrí fue el del botiquín. No había vendas, ni estériles, ni reproductoras. Tampoco había mercromina ni agua oxigenada; estaba lleno, sin embargo, de ansiolíticos y somníferos. En ese cambio percibí el paso del tiempo y la degeneración que los años operan sobre las personas y las cosas. Comparado con el de mi infancia, tan ingenuo, el de los últimos tiempos de mi madre era un botiquín oscuro, lóbrego, complicado. Pero todavía lo conservo.


Tomado de La viuda incompetente y otros cuentos. Plaza y Janés


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